La decencia de mi crack

Papá me enseñó que en la vida lo que al final de toda cuenta es esta palabra de ocho letras: Decencia.

*Por Tufi Aré Vásquez – Periodista

«Siempre cuida tu nombre y apellido», me aconsejaba. «Vale más que cualquier fortuna». Es cierto, lo único que finalmente queda cuando nos vamos de aquí es el buen nombre, el don de buena gente. Es el recuerdo de lo que hemos hecho bien. Una linda familia, valiosos amigos, un entorno que te respeta por lo que eres y no por lo que tienes. Eso es un verdadero legado: valores.

Nací en 1970 admirando a mi mayor crack:  mi papá. Este chaqueño de roble que migró muy jovencito de su natal Yacuiba a Santa Cruz, con un valioso grupo de sus amigos adolescentes, unidos por una pasión y un talento común: jugar fútbol.

Papá desparramó aquellos hermosos años de su juventud en Montero su calidad con la camiseta número 6 de su amado club Guabirá. Era yo muy pequeño cuando dejó por una lesión en la rodilla su profesión en las canchas del país. No lo vi jugar en su mejor momento, pero muchos espectadores e hinchas que lo siguieron me han narrado la elegancia y la caballerosidad de este gran mediocampista de fines de los años 60 y comienzos de los 70.

De pequeñito leí varios artículos de periódicos que él mismo guardaba en su mesa de noche sobre su desempeño en las canchas con su amada camiseta roja. Prácticamente aprendí a leer de niño los varios textos de los comentaristas deportivos que elogiaban sus actuaciones en las canchas de Santa Cruz y del país. Estoy convencido que ahí nació también mi vocación por el periodismo, estimulada por las lecturas cotidianas de esos párrafos y el relato simulado de partidos de fútbol con mi voz infantil.

Papá me despertó muy tempranito mi pasión por el fútbol y mi amor por Guabirá. Mantengo intacto el recuerdo de los viajes que hacíamos juntos en micro de Montero a Santa Cruz para ver jugar a Guabirá con sus rivales, en el entonces estadio Willy Bendeck. Él ya no era futbolista, sino hincha de su club.

Con papá viajamos por los años 70 y comienzos de los 80 varias veces en tren a su natal Yacuiba para visitar a nuestra familia chaqueña y participar de algunos amistosos de las exestrellas montereñas y yacuibeñas, durante cada agosto festivo. Ahí pude constatar algo de su pasta de crack que aún conservaba pasados sus 35 años.

Con papá vimos juntos durante nuestra larga complicidad en el fútbol cientos de partidos nacionales e internacionales en la TV. Le encantaban especialmente los partidos de la Champions. Después de cada juego nos entregábamos a una larga tertulia de horas sobre el desempeño de los equipos y de los jugadores. Hablaba como un DT. Nos confesaba que el único jugador que lo llegó a hacer llorar en las canchas por su talento inigualable ha sido Messi. Papá ha sido en su vida hincha de la selección argentina.

Papá quiso durante mi infancia que yo aprenda a jugar fútbol. Tenía entonces menos de 10 años de edad cuando me inscribió en la escuela de fútbol infantil La Viborita, en Montero, dirigida entonces por su amigo brasileño y excompañero de Guabirá, Coutiño. Lo intenté, pero no pude. Lamento no haberlo complacido, como él lo merecía.

Me propuse saldar esta deuda con papá y con el fútbol siendo presidente de Guabirá, con el objetivo de ascender a nuestro amado rojo en 2007.  Me acompañó todo ese año con su sabiduría y disfrutó del ascenso a la Liga que conseguimos juntos en Cochabamba, el sábado 1 de diciembre de ese año. Muchos de los jugadores de ese equipo deben recordar la cercanía que tuvieron ellos con mi papá, a quien le dediqué públicamente esa conquista.

A papá no le gustó la idea de que yo siga como presidente el siguiente año en Guabirá. Creía él que yo debía irme y pasar a la historia como uno de los artífices del ascenso. Tuvimos crisis en nuestra relación por mi continuidad en ese rol. Ahora le pido perdón. Él tenía razón.

Papá me transmitió también el amor por la lectura y la radio. Todos los días compraba los periódicos, siendo su suplemento preferido el desaparecido Sección 100, dirigido por el gran periodista Juan Francisco Flores. Era muy apegado a los espacios de análisis y opinión.

Papá también escuchaba todos los días las noticias y la música de Radio Panamericana, en un radiotransistor que ponía a todo volumen en el patio de nuestra casa de Montero. Hacía tronar y tarareaba al mismo tiempo la canción Corazón Mágico, del español Dyango. Cantaba muy bien zambas argentinas.

Papá y mamá me llevaron a La Paz cuando yo tenía 17 años para que estudie Ciencias de la Comunicación en la Universidad Católica Boliviana. Juntos, los tres, subimos a comienzos de 1988 la gran cuesta de la calle 2, donde está la sede de la U, para inscribirme en la carrera que cursé durante cuatro años y medio.

Con papá hablamos continuamente largas horas sobre periodismo y política. Reflexionamos sobre el buen periodismo que se debería practicar en el país (su referencia han sido los principales programas informativos y de análisis de la TV argentina, española o la estadounidense CNN). También conversamos prolongada y apasionadamente sobre los escenarios de la política boliviana e internacional. Manejaba todos los datos sobre personajes actuales como Javier Milei o, últimamente, sobre el influyente Elon Musk.

Mi padre era siempre el principal espectador de mis intervenciones en los medios de comunicación. Diariamente me motivó y también me expuso su crítica constructiva para que yo mejore mis programas de radio y de TV. En algún momento lo hacía con las columnas que pude escribir en diarios.

No ha habido decisión profesional relevante de mi vida que yo no haya consultado a papá. Era la persona clave e imprescindible en la resolución de mis grandes dilemas.

Con mi padre también soñamos emprender alguna vez un restaurante con su gusto especial por comidas, bebidas y la amable atención. No lo conseguimos. Yo aún era muy pequeño y él concentraba su atención en cómo aportar a la economía familiar como guarda forestal.

A papá le encantaba que yo le relate cada uno de mis viajes al exterior como periodista. Se imaginaba cada sitio al que yo iba y él soñaba conocer Las Vegas. No pude complacer su deseo ni tampoco el mío de llevarlo al Gran Buenos Aires, que tanto marcó culturalmente su vida.

Papá amó intensamente a sus dos hijos, a su esposa, a sus cuatro nietos, a sus hermanos, a su familia.

Papá también amó incondicionalmente a sus amigos y a los míos. Mis amigos terminaban encariñándose y queriéndolo más a él que a mí, por sus ocurrencias, por su buen humor y por su hospitalidad cuando llegaban a nuestra casa de Montero, esmerándose siempre en mantenerla pulcra y ordenada.

Los últimos dos años y medio han sido duros para mi papá y mi familia. Mi crack siempre tuvo la energía y la fortaleza de un toro, hasta que llegaron los terribles problemas hepáticos, cardiacos y un cáncer que pusieron a prueba su coraje y aguante.

Su amor intenso por nuestra familia y por la vida, además de su persistente fe en Dios, reforzaron su valentía y una resistencia casi de acero que los valiosos médicos que lo atendieron han terminado admirando.

¡Qué lucha tan ejemplar, por Dios!

Gracias por todo lo que me has dado mi crack. Será imposible olvidarte y no extrañar tus llamadas de cada día, de cada tarde, de cada fin de semana.

Te amé, te amo y te amaré siempre papá.

Sos mi eterno crack: Tufy Nayer Aré Márquez.

*Tomado del muro de Tufi Aré.

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